Pablo Rodríguez

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Los constructores de escarabajos: una fábrica de bicicletas barranquilleras

En pleno barrio la Macarena, Pablo Rodríguez mantiene viva un pequeña llama de la industria nacional, ahogada por el peso de la importación.

En 1956 se escribió el comienzo de una leyenda colombiana en el incipiente Medellín de la década del 50. De la mano de su hermana, un niño de 14 años recibió $15 pesos para comprarse su primera bicicleta.

El pequeño se llamaba Martín Emilio, trabajaba en una humilde droguería de la Plaza del Mercado de Cisneros y, ya con la bicicleta, solo le faltaba el apodo que se ganaría a punta de pedaleo: ‘Cochise’. El primero de una estirpe de ciclistas que más tarde el mundo reconocería como los ‘escarabajos colombianos’, por la imbatible tenacidad con la que subían montañas, en donde otros se dejaban el aire y no podían con su alma.

Aquel primer ‘caballito de acero’, que puso en ruta la vida del futuro campeón de ciclismo, no estaba hecho de aluminio y ensamblado en el extranjero, era, en cambio, el trabajo de manos colombianas.

 

 

¿Qué hubiera sido de Lucho Herrera, de Fabio Parra o de Nairo Quintana sin esos caballos de acero que no distinguían entre pueblo y ciudad?

Pablo Emilio Rodríguez Mendoza, natural del corregimiento de Villa Rosa, en el municipio de Repelón, es uno de los pocos artesanos que sigue construyendo ‘escarabajos’ en Barranquilla.

Hace 20 años se vino del pueblo hasta la capital del Atlántico. Quería ser analista de sistemas, pero la lotería de la vida, como la que vendió en Villa Rosa para pagarse los estudios de bachillerato, le enseñó a trabajar con metal.

“Empecé con maquinaria pesada, equipos de construcción, retroexcavadoras. Era como un hobby, pero también en eso veía una posibilidad para el futuro”, asegura Pablo, que aprendió el oficio viviendo y haciendo.

 

 

En 1997 hizo un curso de tratamiento térmico en el SENA y, con nada más, empezó a trabajar en 1999 para el almacén Ciclomartínez. Allí, tras largos días pasados al calor del fuego de la soldadura, aprendió a cortar, pulir y doblar hierro y acero.

Desde su taller, en la carrera 9D con calle 53, a diario da forma a los marcos de bicicletas hechas en Colombia, las mismas que, por causa de la globalización y la apertura económica, están muriendo.

“Lamentablemente la bicicleta en este país ha mermado mucho a razón de los chinos. Hay mucha bicicleta importada y pocas personas quieren pagar lo que vale un marco de acá”, explica. 

 

 

Los próximos escarabajos colombianos construirán sus sueños de patria sobre acero trabajado en China, el mismo que, en 2004, hizo que cerraran la fábrica en la que Pablo trabajaba. Los productos importados desde el país asiático reemplazaron una producción local de entre 30.000 a 40.000 bicicletas anuales.

En el menor coste de la importación no se refleja el peso del empleo que la industria colombiana genera – o generó -. En su almacén, Pablo da trabajo a otras tres personas. César Olivos y Jesús Albear, también del corregimiento de Villa Rosa; y Andrés Jiménez, de Valledupar. 

 

 

Cada uno cumple una función en la fabricación de los marcos, que realizan de forma simultánea. Aun así, la especialización es difusa en el taller “todos tienen que ayudar en todo” explican.

Las chispas de metal ardiendo vuelan a causa de la fricción mientras César corta las barras de acero estándar de seis metros de largo -con diferente diámetro según la pieza requerida-. Andrés utiliza una dobladora manual para dar forma a los tubos que en las partes más largas de la bicicleta alcanzan unos 60 centímetros de longitud. Pablo se encarga de unir todo el trabajo con la soldadura y Jesús realiza la labor de pintura sobre el resultado final.

Una pequeña industria almacenada en el barrio La Macarena, en el patio de la casa arrendada en la que se encuentra el almacén. Para soldar las piezas de las bicicletas utilizan un soldador de gas inerte que alcanza temperaturas de hasta 3.000ºC, y un horno de pintura con el que asientan el ornamentado final de los ‘caballos de acero’.

 

 

Pablo no es un empresario de capital desmesurado, salió de un corregimiento de aproximadamente 3.000 habitantes, en el que la palabra industria suena a misterio no resuelto y, sin embargo, no resulta difícil entender por qué su caso resulta tan extraño, en un país que cada año hace menos cosas adentro y trae más cosas hechas afuera.

Solo en los primeros dos meses de 2015, la cantidad de importaciones en Colombia superó a las exportaciones en 3.043 millones de dólares (más de nueve billones de pesos). Esto, en parte, debido a la caída en los precios internacionales del petróleo, aun así, la tendencia en los últimos años no ha sido diferente.

Para Pablo, la clave es la diversificación. “Desde hace un año, más o menos, estamos haciendo cosas diferentes. La clave es el ingenio. Cuando me traen un diseño acá, estoy seguro de que hay alguna forma de sacarlo”.

Triciclos para llevar carga o vallas publicitarias, vehículos para personas con problemas de movilidad, bicicletas y otra decena de armatostes de metal, capean las olas del calor del mediodía barranquillero frente al almacén. Para Pablo, el futuro está en esos tubos forjados a una temperatura similar a la superficie del sol que ahora les calienta desde lejos. De legado, a sus hijos dejará una fábrica de escarabajos, hoy casi extintos.  

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